Tirando del hilo se saca el ovillo
«Llega a ser lo que eres”, esta es la perla que dejó, enigmáticamente, el poeta griego Píndaro. Y, sin buscarle tres pies al gato, quiero pensar que se refería a lo más obvio y simple, llegar a ser humanos.
Porque si bien es cierto que todos nacemos humanos, no lo somos del todo hasta un después. La humanidad plena no es simplemente un hecho biológico, necesitamos una confirmación posterior, una especie de segundo nacimiento en el que, por medio de nuestro propio esfuerzo y la relación con otros humanos, se confirme el primero.
Permanecemos hasta el final de nuestros días inmaduros, tanteando por aquí y por allá, pero siempre empezando, abiertos a nuevos saberes y experiencias. Y no se tratar de procesar información, sino de comprender significados. La educación no solo consiste en enseñar a pensar, que ya es bastante, sino también en aprender a pensar sobre lo que se piensa. Y este momento reflexivo −el que con mayor nitidez marca nuestro salto evolutivo respecto a otras especies− exige constatar nuestra pertenencia a una comunidad de criaturas pensantes.
La principal asignatura que se enseñan los hombres unos a otros es en qué consiste ser hombre, y en esa materia, por muchas que sean nuestras deficiencias, la conocemos mejor los humanos que los seres divino; a estos, no podemos atribuirles estados mentales como los nuestros. La realidad de nuestros semejantes, nuestro contacto con ellos, implica que todos protagonizamos el mismo cuento. Ellos cuentan para nosotros, nos cuentan cosas, y con su escucha hacen significativo el cuento que nosotros también vamos contando… Nadie es sujeto en la soledad y el aislamiento, sino que siempre se es sujeto entre sujetos: el sentido de la vida humana no es un monólogo, sino que proviene de la polifonía coral.